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Günther Jakobs describe el Derecho penal del enemigo como aquel sector del ordenamiento jurídico-penal, en el que la pena no significa un reproche hacia la conducta del autor, sino que actúa como un mecanismo de aseguramiento frente a autores especialmente peligrosos. En este sentido, mediante el Derecho penal del enemigo, el Estado no habla con sus ciudadanos, sino amenaza a sus enemigos. El fundamento de esta clase de regulación se encontraría en la seguridad cognitiva que precisan las instituciones normativas para no convertirse en meros postulados teóricos. Dicha seguridad, en última instancia, debe ser garantizada por el Estado al gozar los ciudadanos de un derecho a la misma. Con independencia de toda aproximación teórica a la cuestión, parece claro que en los últimos años el Derecho penal ha ido avanzando en la atención de la opinión pública de lo que puede llamarse «Occidente» de un puesto más o menos oscuro en las entrañas del sistema jurídico, siempre algo alejado del debate público, a una posición de vanguardia en toda discusión de la actualidad jurídica: no hay problema social que no parezca requerir la intervención inmediata de las normas jurídico-penales para combatir en cuanto antes determinadas conductas desviadas. Algo extraño está ocurriendo con el Derecho penal, al menos eso está claro. Con anticipación quasi-nigromántica, el sismógrafo de Jakobs identificó ciertos temblores previos en el ordenamiento penal mucho antes de que se produjera el quiebro de la falla del Derecho penal que, entre nosotros, se materializó, con la ayuda de 9/11, en nuevas leyes, nuevas formas de actuar, nuevas guerras y, finalmente, Guantánamo. Desde el punto de vista aquí adoptado, dentro de los múltiples fenómenos proteicos que caracterizan el actual momento del Derecho penal, y, en particular, al Derecho penal del enemigo, el rasgo más sobresaliente está en una cualificada profundización en una ruptura de la imagen unitaria del ciudadano: el sujeto que, como persona en Derecho, podía aparecer bien como posible autor de una infracción criminal, bien como víctima de ésta. Ahora, por el contrario, se produce una dicotomización: de un lado, los ciudadanos, los sujetos pasivos; del otro, algunos delincuentes persistentes, definidos como tales, los enemigos. No hay que ir muy lejos para ver aquí un proceso de categorización social, un proceso de asignación de roles sociales que acaba en un código binario: inclusión en la esfera de los ciudadanos, exclusión en la de los enemigos. Frente a este diagnóstico se ha dicho muchas veces que nada nuevo hay en esta división de los sujetos en buenos y malos, en ciudadanos y enemigos. Sin embargo, en este momento, la contradicción interna entre el postulado de la ciudadanía (penal) global de todos los seres humanos y su efectiva categorización como extraños, ajenos a los valores básicos compartidos, nunca ha sido tan clara, nunca se ha pretendido introducir en las bases mismas del Derecho penal. En este sentido, parece claro que la más reciente evolución política y político-legislativa añade elementos propios surgidos con tal carácter expreso ahora y no antes. De la exclusión fáctica, si así se quiere, se pasa a la exclusión normativa.
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